Cuando publiqué en La Tercera el artículo “Cómo emprender después de los 60 años” hace unas semanas atrás, nunca imaginé la cantidad de mensajes, reflexiones y experiencias personales que iba a generar. Personas de distintas edades me escribieron para contarme su historia, sus miedos, o simplemente para agradecer que se hablara de un tema del que poco se conversa: la posibilidad de reinventarse después de una vida laboral ya recorrida. Esa reacción me hizo pensar que, más allá del emprendimiento, lo que realmente está en juego es la forma en que entendemos la madurez.
Uno de los comentarios más repetidos fue “nunca pensé que aún podía emprender”. Y me parece una frase potente. Porque detrás de ella hay una transformación cultural: pasar de creer que los 60 años marcan el comienzo del retiro, a entender que pueden ser una etapa de creación, propósito y autonomía. En el artículo mencioné estudios que muestran que la edad promedio de los fundadores de empresas exitosas ronda los 42 años, y en los emprendimientos de alto crecimiento incluso los 45. Es decir, la experiencia no es un freno, sino un factor que potencia el éxito.
Pensé entonces en cuántas personas en Chile —en cualquier comuna, en cualquier barrio— tienen un cúmulo de aprendizajes, redes y capacidades acumuladas que podrían transformarse en proyectos propios, pero que nunca lo hacen por miedo al “ya esto viejo”. Tal vez el gran desafío está ahí: en cambiar la narrativa. Dejar de pensar que la edad resta y empezar a entender que puede sumar.
La madurez entrega algo que en el mundo del emprendimiento es cada vez más escaso: perspectiva. Quien ya ha vivido triunfos y fracasos suele tener más paciencia, mejor manejo de los tiempos y una visión más estratégica de los riesgos. En el artículo, la emprendedora Marisol Reyes contaba que fundó su empresa de accesibilidad web a los 64 años y que su principal ventaja era justamente la calma. Ya no tenía la urgencia de generar ingresos inmediatos, sino la libertad de construir un proyecto con sentido.
Eso sí, tampoco se trata de romantizar la experiencia. Emprender después de los 60 tiene obstáculos concretos: la brecha digital, las dudas sobre la capacidad de adaptación o, simplemente, la desconfianza de un ecosistema que asocia innovación con juventud. Esa percepción cultural es uno de los mayores desafíos que enfrentan los “emprendedores senior”. Y no sólo en Chile. En muchas partes del mundo, el discurso del emprendimiento sigue dominado por la figura del joven genio tecnológico, cuando en realidad la innovación puede surgir desde cualquier edad.
Por eso me parece clave insistir en que la reinvención no es patrimonio de nadie. Envejecer debería ser una invitación a seguir aprendiendo, no a retirarse de la conversación. La edad puede ser una ventaja competitiva si se combina con curiosidad, apertura y propósito. De hecho, los emprendedores mayores suelen tener un conocimiento más profundo de las necesidades reales del mercado, porque han vivido y trabajado en distintos contextos.
También está el componente emocional. Emprender a los 60 o 70 no busca solamente independencia económica, sino también sentido. Muchos quieren seguir sintiéndose útiles, compartir su experiencia o dejar un legado. Ese deseo de contribuir es un motor poderosísimo, y probablemente más sostenible que el impulso de “hacer dinero rápido”. Tal vez ahí esté la esencia de lo que podríamos llamar “emprendimiento maduro”: uno que busca trascendencia más que validación.
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